La pintura aquí mostrada de Pedro Berruguete retrata una disputa entre el sacerdote católico Domingo de Guzmán Garcés y los cátaros albigenses en la que los libros de ambos fueron arrojados al fuego y los libros de Domingo fueron milagrosamente preservados de las llamas. La pintura refleja un vehemente anhelo por tener la razón por encima de una opinión diferente.
En su escrito titulado Almansor, el poeta alemán Heinrich Heine escribió en 1821:
“Das war Vorspiel nur. Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen.” — “Eso fue sólo el juego previo. Ahí donde se queman libros se acaba quemando también seres humanos.” — “That was but a prelude; where they burn books, they will ultimately burn people as well.”
El genocidio cátaro en el año 1244 durante la cruzada albigense, ejecutado bajo el grito analfabeta: “¡Dios así lo quiere!”, es un ejemplo de semejante atrocidad; su preludio sería la despótica censura de textos durante el proceso del canon bíblico siglos atrás. La siniestra quema de libros, en 1933, por alumnos de la Universidad Friedrich Wilhelm en Berlín llegó a ser el preludio aludido por Heine de lo que después fue el Holocausto judío.
Hay una correlación histórica entre quemar libros y quemar a las personas que los escribieron o los leyeron. Algunas palabras escritas han representado algo potencialmente muy peligroso, tanto es así que se ha buscado desaparecerlas en las llamas de la más brutal censura. Tanto así se condenaba lo que era considerado como aberración o como falsedad que no sólo se buscó desaparecer a las palabras sino también a quienes las expresaban. Pero tan vehemente indignación en contra del supuesto error provoca la sospecha sobre la realidad del caso: si lo que dicen las palabras resulta intolerable a tal grado y es en absoluto inaceptable concederles ni un solo trozo de razón, entonces por qué sería necesario hacer algo para destruirlas en lugar de simplemente dejar que el error se desvanezca por su propia inverosimilitud. Por supuesto, una respuesta extrema como la quema de libros, y la quema de sus escritores y lectores, suele ocurrir no a favor de la verdad ni a favor de la ilustración de las masas sino a favor de un dominio monopólico sobre el asunto.
La quema o censura de libros representa miedo, ignorancia e intolerancia ante una opinión diferente. Una mentalidad de blanco y negro absolutos es incapaz de aceptar y tolerar la heterodoxia. Una mentalidad basada en extremos tacha y condena como herejía a todo lo que no es capaz de comprender. Una persona con semejante mentalidad se auto-convence de que su deber es aplastar y extinguir lo que no entiende.
Las mismas llamas que arden e intentan extinguir las supuestas palabras de la equivocación también arden en el pecho de los enfermos de poder y de los culpables de una avaricia extrema por tener siempre toda la razón.
Los proyectos de investigación ecdótica que utilizan métodos histórico-críticos suelen ofrecer versiones muy distintas de la historia que las versiones populares. Una historia popularizada, de tipo escolar, suele convertirse en propaganda de una sola perspectiva. Una razón de tal efecto es que lo popular suele aceptarse acríticamente y, además, porque se ignora qué es la historiografía y cómo funcionan los relatos históricos. Al imperar un literalismo analfabeta se cae en un realismo ingenuo, el cual cree que la realidad histórica absoluta es lo que dicen literalmente esos relatos. Digamos, por analogía, que ocurre la misma tontería si alguien cree que debe volar como un pájaro al escuchar “¡Vete volando!” cuando se le dice que debe darse prisa.
Tal tropiezo de interpretación es similar a lo mencionado en el artículo «Joan Ramon Resina: “No hay que confundir la historia con la realidad”». La incompetencia para interpretar adecuadamente los relatos históricos suele producir amargas e innecesarias escisiones sociales. Digo innecesarias pues son del todo artificiales ya que provienen de confundir como “realidad” lo que representan los relatos historiográficos.
«La historia es un relato: una construcción retrospectiva a base de seleccionar elementos susceptibles de plasmar una cierta coherencia y de descartar otros que no encajan en la trama escogida. Confundir el producto historiográfico con la realidad es siempre peligroso.» —Joan Ramon Resina
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